Era
diciembre. El otoño expiraba poco a
poco y el viento frío calaba los huesos. Se hacía de noche temprano y
los faros iluminaban las calles solitarias de mi viejo barrio. Hacía mucho que
no lo visitaba, que lo abandoné buscando empezar una nueva vida lejos de todos
sus fantasmas. Enfilé hacia el parque, el que está frente a mi antigua
secundaria. El edificio ruinoso aún se erguía a pesar de sus pesares: rejas
oxidadas, cuarteaduras en los muros garabateados. Lo miré y me detuve a mitad
de la calle; los montones de basura sobre las banquetas hacían difícil andar en
ellas. Nadie se molestó, no había tránsito por allí. Los alumnos ya habían
salido de vacaciones, por lo que la escuela estaba desolada. Pequeños recuerdos
saltaron a mi memoria, fragmentos fugaces de una etapa pasada de mi vida.
Sonreí y seguí caminando.
El parque, también solitario, y alumbrado
por escasas farolas –de las que la mayoría apenas emitían destellos intermitentes-, se extendió a mis pies. Las manos
me sudaron, las guardé en los bolsillos de la chamarra. Mi respiración se aceleró
conforme avanzaba. En ese momento volvió Natalia a mi memoria: las
risas, los abrazos, los atardeceres que aquí contemplamos juntos, las palabras…
Me detuve. Ese día se cumplía otro año, uno más, de la última vez que estuvimos
juntos. Doce años se dicen fáciles: son toda una vida. Encontré la banca en la
que solíamos pasar las horas y caminé hacia ella. Todavía podía recordar los
rasgos de Natalia: el color de sus ojos, su cabello, el olor detrás del cuello…
Me senté.
La
tarde moría en el horizonte. El cielo se pintó de un azul oscuro y
tonos rosados que agonizaban sobre la cordillera del Ajusco, a espaldas de la escuela. Arriba, algunas
estrellas ya brillaban. La noche iba avanzando. El viento arrastraba el
polvo. Miré a todas partes: no parecía haber nadie más en aquel sitio mal
alumbrado. Saqué la cajetilla de cigarros y me puse uno en la boca. Volví a
sentir esa pesada soledad que ella me había dejado al separarnos. Me estremecí.
No supe olvidarla.
Una silueta se dibujó a la distancia.
Poco a poco fue tomando forma. Avanzaba con
lentitud. Detuve la respiración un momento y en un murmullo pronuncié el
nombre de Natalia. Busqué los cerillos en mi chamarra sin dejar de ver a la misteriosa figura. Era la silueta de una
mujer, lo adiviné por su talle. Y se acercaba a mí. Bajé la mirada y
encendí el fósforo, arrimándolo a mi cigarro. Una ventisca fría apagó la llama.
Miré el humo desvanecerse en el aire. Entonces escuché la voz de Natalia. Me
llamó por mi nombre. Sentí un vacío en el
vientre. No quité la vista del cerillo ennegrecido.
—Alberto, volviste –dijo con voz dura.
Asentí-. Han pasado muchos años, ¿por qué ahora?
Reuní el valor para mirarla de frente. Al
hacerlo, me encontré con una Natalia por la que no habían pasado los años,
sentada a mi lado. Clavó sus ojos en mí y sentí una tremenda nostalgia. También
sentí ganas de abrazarla, de besarla.
Suspiré; bajé la vista. Encendí otro cerillo y lo acerqué al cigarro. Una gran bocanada de humo salió de mi
boca. Entonces, respondí:
—Vine a recordar, Natalia. Vine porque
cada año que pasa, en este mismo día, daría
lo que fuera por estar contigo una vez más.
Me quedé callado.
—Tienes que olvidarlo, Alberto –dijo al
fin-. Te estás haciendo daño. No se puede cambiar lo sucedido.
La noche brilló en sus ojos. Yo seguí
fumando.
—Lo sé –respondí-. Sé que no puedo
regresar el tiempo y convencerte de que te
quedes conmigo; ni tampoco puedo borrar las cosas malas que te dije. Es
sólo que… Natalia, ¿por qué tuvo que ser así? ¡Nos queríamos!
Sentí un ardor húmedo en los ojos y volví
a aspirar otra bocanada de humo. No dijo nada, simplemente me miró compasiva. Otra racha de hojas secas y polvo pasó
silbando por el parque; a ella no pareció molestarle. Añadió:
—Ya no te martirices de ese modo. Me
estás haciendo daño a mí también. ¿No te das cuenta?
Su pregunta quedó suspendida en el aire.
Supe a qué se refería pero no comprendí del todo. No dije nada. Llevé de nuevo
el cigarro a mi boca pero ya se había consumido. Lo tiré. Tomé otro de la
cajetilla, lo puse entre mis labios; encendí
un nuevo cerillo y lo protegí del viento. La pequeña llama iluminó
débilmente la palma de mi mano. Hubo un largo silencio entre los dos.
—¿Sabes que he muerto? –preguntó de
repente.
Me quedé paralizado. No supe qué decir, ¿o a caso
había algo que decir después de eso? Las manos me temblaron, un sudor frío me
recorrió el cuerpo. El cerillo se consumía en la punta de mis dedos.
Consternado, acerqué el fuego al cigarro y lo encendí, expulsando una bocanada
de humo. Volví la mirada. Ella había desaparecido.
(Natalia aparece en el libro de relatos Ajuste de cuentas, 2015).
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